Bien sabido es que en tiempos de vacío (laboral,
existencial, sentimental, etc.) uno tiende a replantearse hasta lo más absurdo
de su vida cotidiana, y lo que es más sorprendente, a raíz de una suerte de
casualidades inconexas y tragicómicas. Esto es lo que anoche me ocurrió a mí...
veamos.
Me hallaba yo, como cada jueves,
frente al televisor dispuesta a ver un capítulo más de mi héroe favorito (me
niego a hacer publicidad por mucho que me derrita cada vez que lo veo
aparecer). La trama, algo retorcida y rocambolesca, más que de costumbre, lleva
a los personajes a plantearse qué han de hacer ante el inminente fin de su
existencia y qué habrá más allá de la frontera de la muerte. Y por arte de
magia una típica serie de acción y amor queda convertida en un acicate de mi
conciencia de la manera más chirriante que pueda sor concebida.
Unos personajes apuestan por
declaraciones amatorias arriesgadas y lacerantes, que rompen y desgarran
entrañas; otros se asfixian ante la idea de un posible Dios castigador; otros
entran en cólera y arremeten contra unos posibles culpables; así hasta repasar
todo el abanico posible de actitudes adoptadas ante un posible embate
"milenarista" en pleno siglo XVII.
Y yo, como soy una espectadora muy bien mandada me
pego a la piel de cada personaje e intento decidir con ellos, y por mucho que
intente sustraerme y dejar de empatizar con cada uno de ellos, resulta que me
encuentro que a veces tengo sus mismos rostros... y que se me parte el alma al
tener que optar ante lo incierto, y que bajo el anonimato uno es más valiente,
y que el miedo triunfa siempre injustamente sobre los sentimientos, y que quemar
las velas en el último segundo es siempre la opción equivocada, ...
Esto pasa, cuando una en tiempos de mudanza se
empeña en ordenar el desván.