domingo, 17 de marzo de 2013

MANIFIESTO CONTRA EL ONANISMO INTELECTUAL


Estimado lector,

No espere que a partir de este comienzo empiecen a brotar palabras que le hagan sentir en la comodidad inteligible de una lectura pseudocientífica. No. Lo único que voy a hacer es retomar una anécdota pasada que despertó en mi tal inquietud que aún no he logrado desprenderme del asombro y el miedo de aquel momento.

Corría el año 2008 y yo acababa de empezar mi segundo grado en Antropología Social y Cultural. Una de las asignaturas obligatorias era “Métodos y técnicas de investigación etnográfica” en la cual nos dedicábamos, ni más ni menos, a la ardua labor de hablar del mundo y dar tres ejemplos. Aun así, había días en los que incluso debatíamos sobre el sexo de los ángeles. Realmente esos días eran en los que alcanzábamos el cénit de nuestro aprendizaje, a saber: 0.

En una de aquellas clases en las que discutíamos un texto que el 98% de la clase no había leído pero sobre el tenía una opinión muy clara y precisa el 100% del alumnado basándose en su vasta formación como enfermeras y trabajadoras sociales (lo pongo en femenino porque ellas eran mayoría)… retomo: en una de esas clases de debate y sesudo análisis de textos nos planteábamos la utilidad de la Antropología, de la labor del antropólogo y de la utilidad de los resultados que pueden se pueden sustraer de un trabajo etnográfico medianamente bien hecho. Y yo, que siempre he sido de neurona inquieta, me planteaba en silencio a mi misma: “Mi misma ¿tu sabes cuál es la utilidad de la Antropología, la Sociología o la Historia? En fin ¿tu sabes para qué sirven las Ciencias Sociales?” Empecé a sentir ese regustillo de la angustia, esa sensación de ¿qué pinto yo aquí?... ¡Claro! ¿Para qué m**rd* sirvo yo como futura historiadora y/o antropóloga?

El profesor seguía con su perorata… y, entre mis ensoñaciones de verme como pieza de puzle que intenta encajar en esta sociedad de 10.000 piezas, le escuché decir: “El antropólogo ha de aspirar, lo más sanamente posible, a que los resultados de su investigación sean leídos por la comunidad científica. Es más, ni siquiera la academia en general, sino tan solo sus colegas de disciplina, universidad, departamento” [la matriusca se me hizo demasiado pequeña].

Momento de pánico, palpitaciones, sudores fríos… silencio.



¿Este señor me estaba diciendo que a lo que pretendía dedicarme el resto de mi existencia terrena sólo serviría para que cuatro viejos panzudos, que fuman a escondidas en sus despachos de la universidad, lean mis textos o decidan limpiarse el culo con ellos? Nunca he tenido aspiraciones de salvapatrias ni mucho menos. Tampoco he sido nunca idealista. Aun así me negaba a pensar que mi mínima producción científica terminase retroalimentado a la más que obesa (moribidamente hablando) Academia. A partir de ese momento me negué con rotundidad a seguir estimulando esa máquina onanista que es la Academia… ¿en qué nos convertimos? Pensamos y nos repensamos para nosotros mismos, nos autodeglutimos, nos autodigerimos, y nos cagamos… y lo que es peor, volvemos a comernos nuestra propia “mierda”, independientemente sea buena o mala, para volver a iniciar el proceso. Como os habréis dado cuenta he utilizado el símil digestivo para no utilizar la metáfora que use como título: el “onanismo intelectual” puesto que puede ser que me lean en horario infantil y por ello me censuren por hablar de pajas mentales y demás placeres intelectuales.

En resumen, en aquel momento me prometí a mi misma que lo que llegara a producir en algún momento… fuese científico o no debía ser útil, en la misma medida, tanto a la Academia como a la ciudadanía (entiéndase en su más amplio sentido: alumnado de diversos grados y desde las más diversas adaptaciones, la comunidad estudiada o de donde partiese el objeto de estudio, el grupo afectado, etc. etc. etc.). Me prometí que por muy inútil que fuese como historiadora / antropóloga / profesora / arqueóloga / maestra / muchachilla-de-farmacia / etc. debía implicar con lo que estuviese haciendo de tal manera que mi buen hacer, mi entusiasmo y mi pasión por lo que estuviese haciendo me llevase tanto a unos buenos resultados como a serle útil a los que me rodeasen… ya fuese haciendo un análisis paleográfico de un texto del siglo XVII, definiendo un perfil o moviendo cajas en la trastienda.

Cómo dice el Doctor Larch: hay que ser útiles… y yo añado, en la medida de nuestras posibilidades, con ganas de no dejar de aprender y con una gran sonrisa.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado el símil digestivo, creo que en educación también es muy habitual.
    https://twitter.com/mikelsgartzia/status/393371176052850689

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  2. Me ha gustado a mí también. Cierto, en la educación hay mucho teórico, que vive del cuento, para que les pongan la medallista o se los lleven a trabajar a la Consejeria, fuera de las aulas, dónde nunca quisieron realmente estar. Yo los llamo la aristocracia de la educación y sí pertenecen a esa clase de onanistas intelectuales. Otras muchas y muchos, entre las que me incluyo, pasamos tantas horas en el aula o preparando actividades para el progreso efectivo de nuestro alumnado, que las teorías de la aristocracia privilegiada ni las entiendo, ni me interesan, ni pierdo mi tiempo en ellas.

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