Estimado lector,
No espere que a partir de este comienzo
empiecen a brotar palabras que le hagan sentir en la comodidad inteligible de
una lectura pseudocientífica. No. Lo único que voy a hacer es retomar una anécdota
pasada que despertó en mi tal inquietud que aún no he logrado desprenderme del
asombro y el miedo de aquel momento.
Corría el año 2008 y yo acababa de empezar mi
segundo grado en Antropología Social y Cultural. Una de las asignaturas
obligatorias era “Métodos y técnicas de investigación etnográfica” en la cual
nos dedicábamos, ni más ni menos, a la ardua labor de hablar del mundo y dar
tres ejemplos. Aun así, había días en los que incluso debatíamos sobre el sexo
de los ángeles. Realmente esos días eran en los que alcanzábamos el cénit de
nuestro aprendizaje, a saber: 0.
En una de aquellas clases en las que
discutíamos un texto que el 98% de la clase no había leído pero sobre el tenía
una opinión muy clara y precisa el 100% del alumnado basándose en su vasta
formación como enfermeras y trabajadoras sociales (lo pongo en femenino porque
ellas eran mayoría)… retomo: en una de esas clases de debate y sesudo análisis
de textos nos planteábamos la utilidad de la Antropología, de la labor del
antropólogo y de la utilidad de los resultados que pueden se pueden sustraer de
un trabajo etnográfico medianamente bien hecho. Y yo, que siempre he sido de
neurona inquieta, me planteaba en silencio a mi misma: “Mi misma ¿tu sabes cuál
es la utilidad de la Antropología, la Sociología o la Historia? En fin ¿tu
sabes para qué sirven las Ciencias Sociales?” Empecé a sentir ese regustillo de
la angustia, esa sensación de ¿qué pinto yo aquí?... ¡Claro! ¿Para qué m**rd*
sirvo yo como futura historiadora y/o antropóloga?
El profesor seguía con su perorata… y, entre
mis ensoñaciones de verme como pieza de puzle que intenta encajar en esta
sociedad de 10.000 piezas, le escuché decir: “El antropólogo ha de aspirar, lo
más sanamente posible, a que los resultados de su investigación sean leídos por
la comunidad científica. Es más, ni siquiera la academia en general, sino tan
solo sus colegas de disciplina, universidad, departamento” [la matriusca se me
hizo demasiado pequeña].
Momento de pánico, palpitaciones, sudores
fríos… silencio.
¿Este señor me estaba diciendo que a lo que
pretendía dedicarme el resto de mi existencia terrena sólo serviría para que
cuatro viejos panzudos, que fuman a escondidas en sus despachos de la
universidad, lean mis textos o decidan limpiarse el culo con ellos? Nunca he
tenido aspiraciones de salvapatrias ni mucho menos. Tampoco he sido nunca
idealista. Aun así me negaba a pensar que mi mínima producción científica
terminase retroalimentado a la más que obesa (moribidamente hablando) Academia.
A partir de ese momento me negué con rotundidad a seguir estimulando esa
máquina onanista que es la Academia… ¿en qué nos convertimos? Pensamos y nos
repensamos para nosotros mismos, nos autodeglutimos, nos autodigerimos, y nos
cagamos… y lo que es peor, volvemos a comernos nuestra propia “mierda”,
independientemente sea buena o mala, para volver a iniciar el proceso. Como os
habréis dado cuenta he utilizado el símil digestivo para no utilizar la
metáfora que use como título: el “onanismo intelectual” puesto que puede ser
que me lean en horario infantil y por ello me censuren por hablar de pajas
mentales y demás placeres intelectuales.
En resumen, en aquel momento me prometí a mi
misma que lo que llegara a producir en algún momento… fuese científico o no
debía ser útil, en la misma medida, tanto a la Academia como a la ciudadanía (entiéndase
en su más amplio sentido: alumnado de diversos grados y desde las más diversas
adaptaciones, la comunidad estudiada o de donde partiese el objeto de estudio,
el grupo afectado, etc. etc. etc.). Me prometí que por muy inútil que fuese
como historiadora / antropóloga / profesora / arqueóloga / maestra / muchachilla-de-farmacia / etc.
debía implicar con lo que estuviese haciendo de tal manera que mi buen hacer,
mi entusiasmo y mi pasión por lo que estuviese haciendo me llevase tanto a unos
buenos resultados como a serle útil a los que me rodeasen… ya fuese haciendo un
análisis paleográfico de un texto del siglo XVII, definiendo un perfil o
moviendo cajas en la trastienda.
Cómo dice el Doctor Larch: hay que ser útiles…
y yo añado, en la medida de nuestras posibilidades, con ganas de no dejar de
aprender y con una gran sonrisa.